RAQUEL LANSEROS
Cuando yo era sólo un niño,
mi abuelo me contó un día
una historia, con un guiño
me miró mientras decía
rebosante de cariño:
-Hace muchos, muchos años
antes de que tú nacieras,
llegó un señor con chistera
y un cargamento de espejos
que traía desde muy lejos.
De todos los aledaños
venían familias enteras
para ver su mercancía.
-Abuelo, creo que exageras,
-le contesté yo al instante-.
¿Cómo un gentío semejante
va a venir, como relatas
-no sé si en bromas o en veras-,
llenando las carreteras
para mirar hojalatas
con reflejo por delante?
-Ciro Midas.
-¿Y ese nombre?
-Así se llamaba el hombre.
-¿El comerciante de espejos?
Mi abuelo, con gran paciencia,
me explicó que la apariencia
de la verdad está lejos.
-Verás, hijo, aunque de día,
según lo que parecía
eran espejos normales,
escondían tras sus cristales
un prodigioso secreto:
la imagen que devolvían
no era del mismo sujeto
que delante se ponía,
sino del rostro del alma
que cada quien poseía.
-¿Tú viste ese espejo mágico?
Mi abuelo dijo con calma:
-Más que eso, yo lo compré.
-¿Y te has visto reflejado?
-Muchas veces, y he cuidado
su paradero hasta hoy
como tu abuelo que soy,
puesto que si me ha ayudado
también te ayudará a ti.
Consúltalo en el futuro
aunque resulte muy duro
ver la verdad sí o sí.
Eso dijo. Nada más.
Ahora que yo ya soy viejo,
si hago memoria hacia atrás,
sé que gracias al espejo
he aprendido muchas cosas,
todas ellas prodigiosas.
Nuestra vida es un reflejo:
recibes sólo si das.