María Rosal (Córdoba, 1961)
Para María Luisa Calero
En el verano,
mi madre me apuntaba
a clases de costura.
Era el calor sinónimo de linos y pespuntes.
Cosía en una silla que heredé de mi abuela
–y perseguía el cum laude
en mujer de provecho–,
una silla de enea
a la que habían cortado
las patas y las alas.
Vainicas y bodoques
eran nuestro horizonte.
Mientras la carne abría
un sendero de espuma,
el corazón alerta contra el muro.
Yo bordé el ajuar como mandaban
la santa madre iglesia,
mi santísima madre
y mis santas vecinas.
Entonces yo también era santa.
Yo bordé el ajuar: aquellas sábanas,
la anunciada promesa de que un día
en ellas entregaría mi cuerpo.
Sábanas con calados y bordados sutiles
listas para archivar
en el cajón de la memoria.
Los pliegues de la tela
ocultaban Cien años de soledad
y allí me abandonaba
cuando no podían verme.
Úrsula Iguarán se sentaba a mi lado
a tejer su mortaja,
y hasta me corrigió algunas cadenetas.
Nunca voy a morirme, me decía,
y me guiñaba un ojo arrugado y oscuro.
Mientras tanto Rebeca vagaba por el patio.
Desconsuelo y nostalgia
asediaban la parra
como una culpa antigua.
Un rastro de saliva recorría
la cal de las paredes,
y agostaba las flores.
Yo bordaba y cosía
hasta que me elevaba con Remedios la Bella
y con mis bellas sábanas
sobre el triste tejado de uralita.