María Rosal (Córdoba, 1961)
I
Era un lobo de mar,
un titán laureado en páramos
ignotos,
protagonista altivo a la luz cenicienta
de las noches de invierno.
Era Ulises Rodríguez,
tatarabuelo nuestro,
tallado en el temblor
de la voz procelosa de la abuela.
Atravesó mil mares,
remontó el curso de ríos encrespados.
Fue justo, fue valiente,
casi inmortal,
honesto. Se enfrentó
a todos los peligros sobre la superficie
de la tierra y dejó en el océano
una estela de sangre.
En el pueblo lo aguardaban su esposa
y su único hijo.
Tardó más de veinte años en volver
pero antes se enfrentó a monstruos
y a tiranos.
Ordenó que lo ataran a un mástil
para no oír la voz malvada
de unas bellas mujeres
que querían alejarlo
de mi tatarabuela,
mordiendo su memoria
con la miel de su canto.
II
Nadie puede saber cuánto sufrí por ellos,
cuántas noches recé contra las sábanas
extensas letanías por el feliz encuentro
y porque en otro mundo jamás se separaran.
Un día en el colegio,
los puñales más crueles
hirieron mi memoria.
Huérfana y desolada, enmudecí
frente a la crónica
que el libro de lectura ofrecía
ante mis ojos.
Llegué a casa llorando,
con las trenzas deshechas
y odiando a la maestra.
Me había arrebatado
–en apenas dos páginas–
la historia de mi vida
un tal Homero.